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Naturaleza y didáctica de la lógica jurídica (página 2)



Partes: 1, 2

Como se deja ver en la anterior cita, hay una
relación de implicación entre una concepción
no positivista del derecho y una lógica
no formal del derecho.

En otras palabras lo que sea la lógica
jurídica o la naturaleza de
la lógica jurídica estará determinado tanto
por la ontología jurídica como por la
epistemología jurídica, es decir, el
tipo de concepción de derecho que tengamos, así
como, lo que definamos como objeto de estudio de la ciencia
jurídica va a determinar en mucho la naturaleza de la
lógica jurídica.

 Si partimos de una concepción positivista
del derecho que considera que derecho es igual a norma
jurídica o a sistema
jurídico y que la ciencia del
derecho tiene como objetivo
principal la descripción y sistematización de
este ordenamiento, entonces, de acuerdo con esto, la
lógica jurídica remite a una lógica formal.
Pues a través de este tipo de lógica es con lo que
podemos trabajar los conceptos de sistematización,
completitud, detección y solución de
contradicciones, etc.

En cambio si
tomamos la línea de autores como Robert Alexy, Carlos
Nino, Manuel Atienza y Dworkin, y sostenemos con ellos que el
derecho es algo más que un conjunto de normas
jurídicas y que la ciencia del derecho no es neutral,
entonces tenemos que echar mano no sólo de la
lógica formal sino de una teoría
de la argumentación, que nos ayude con el trabajo de
ponderación de principios y el
de construir y dar buenas razones para sostener tesis, normas
y proposiciones jurídicas.

En Algunos modelos
metodológicos de ciencia jurídica
Carlos Nino
nos dice: 

"La ciencia del derecho, para ser una verdadera
ciencia y no agotarse en un mero acarreo de materiales
variables,
debe ocuparse de esa estructura
[de elementos históricos y contingentes]; ésta
consiste en un armazón conceptual que subyace a todo
orden jurídico".[2]

 Debo señalar ahora, que la
concepción de derecho de la que voy a partir es aquella
que niega un derecho metafísico trascendental (como el que
postula el iusnaturalismo) así como una concepción
positivista extrema ausente de toda valoración y
referencia socio-contextual.

 Por mi parte, y siguiendo a Dworkin parto de
concebir al derecho como un conjunto de normas jurídicas
más principios jurídicos.

Dicho lo anterior paso al segundo apartado titulado
Derecho y lógica formal.

II. El
derecho y la lógica formal

En Introducción a la metodología de las ciencias
jurídicas y sociales
Carlos Alchourrón y
Eugenio Bulygin, nos dicen:

"…[E]n cuanto sistema de normas, el derecho debe
adecuarse a ciertas pautas de racionalidad, la coherencia
interna de las normas jurídicas, así como su
compatibilidad mutua, son ejemplos de tales exigencias
básicas. La eliminación de las contradicciones en
las normas jurídicas es, por tanto, uno de los objetivos
más importantes de la ciencia del derecho. Un papel no
menos importante desempeña en la teoría
jurídica la idea de completitud, que ha sido muy
debatida por los juristas y los filósofos del derecho bajo el
rótulo de "lagunas del derecho". Por último la
independencia de las disposiciones legales y la
consiguiente eliminación de las redundancias es
también uno de los objetivos del legislador y del
científico".[3] 

Además "[e]l proceso de
sistematización del derecho comprende varias operaciones que
tienden no sólo a exhibir las propiedades estructurales
del sistema y sus defectos formales (contradicciones y
lagunas), sino también a reformularlo para lograr un
sistema más sencillo y económico. La
búsqueda de los llamados principios generales del
derecho y la construcción de las "partes generales" de
los códigos –tareas que suelen considerarse
propias de la dogmática jurídica- forman parte de
la misma exigencia de simplificación del derecho que va
ligada a la idea de independencia".[4]

 Si partimos entonces de que una de las tareas de
la ciencia del derecho es la descripción y
sistematización de las normas jurídicas, así
como exhibir las propiedades fundamentales del sistema, entonces
la lógica que resulta adecuada para estas cuestiones es
justo la lógica formal. Una lógica formal que
abarca desde una teoría de la definición, pasando
por la suspensión de la ambigüedad de los
términos jurídicos, así como la
reducción de la vaguedad de estos hasta llegar a la
aplicación al derecho de técnicas
lógicas del cálculo
proposicional, cálculo cuantificacional, cálculo de
clases, etc para detectar y superar contradicciones, así
como para llevar a cabo el análisis de la completitud de los sistemas
jurídicos.

 Pero, sin negar la importancia de la
sistematización en el derecho, cabe resaltar
también el valor que
tienen las funciones tanto
legislativas como jurisdiccionales para la ciencia
jurídica. Y por ello mismo cabe la pregunta de si
¿en estos ámbitos la lógica jurídica
que está presente, es también una lógica
formal?.

Me parece que la respuesta es si, pero que dicha
lógica es insuficiente. Veamos como es esto.
Efectivamente, la lógica formal juega también un
papel importante en el discurso
legislativo y jurisdiccional.

Ya que respecto a la formulación de leyes que realiza
el poder
legislativo, es necesario que dicho trabajo este
acorde con ciertos principios lógicos; que las
formulaciones normativas sean claras, no ambiguas y en la medida
de lo posible que se reduzca la vaguedad de los términos
que se emplean.

En cuanto a la actividad jurisdiccional, y en particular
en la aplicación de las normas jurídicas a casos
concretos prima facie, podemos aceptar lo que algunos
juristas sostienen, que el juez lleva a cabo un razonamiento
deductivo. Un ejemplo este tipo de razonamiento jurídico
sería el siguiente:

Todo los encubridores profesionales deben
ser penados con privación de libertad de 10
años.

El acusado A es un encubridor
profesional.

El acusado A debe ser penado con
privación de libertad de hasta 10 años.

De acuerdo con el ejemplo, el juez parte de una norma
jurídica, toma luego los hechos del caso y posteriormente
llega a su resolución por un puro proceso
deductivo.

Si bien es cierto que para los casos rutinarios o
también llamados en la literatura jurídica
casos fáciles, el juez realiza un trabajo de
subsunción, no obstante, en los casos difíciles y,
que son los que interesan a la teoría jurídica, el
procedimiento
deductivo resulta insuficiente.

Incluso hay corrientes teóricas del derecho como
la jurisprudencia
de intereses que basadas en las afirmaciones como la del juez
Holmes y del juez Frank, llegan a sostener que "[e]l juez
[…]toma sus decisiones de forma irracional –o, por lo
menos, arracional- y posteriormente las somete a un proceso de
racionalización. La decisión, por tanto, no se basa
en la lógica, sino en los impulsos del juez determinados
por factores políticos, económicos y sociales, y,
sobre todo, por su propia
idiosincrasia".[5]

Estas afirmaciones son un extremo del sociologismo
jurídico, que no considero del todo correcto, pero
también es verdad que la aplicación del derecho y
con esto la interpretación de las normas
jurídicas, no se reduce a un procedimiento mecánico
ni de simple rutina de formulación de
silogismos.

Resumiendo tenemos que, para la producción como la aplicación de
normas jurídicas se hace uso de la lógica formal
pero ésta es insuficiente, ya que entre otras cosas la
clave del razonamiento jurídico, no se encuentra en el
paso de las premisas a la conclusión, sino en el
establecimiento de las premisas, es por ello que se hace
necesario la inclusión de otro tipo de lógica, a
saber la teoría de la argumentación
jurídica.

III. Derecho y teoría de la
argumentación

Hemos dicho que autores como Carlos Nino, Manuel Atienza
y Robert Alexy, consideran que la ciencia del derecho no tiene
como único objetivo la descripción y
sistematización de los sistemas jurídicos, sino que
además en todo trabajo jurídico serio es necesario
la valoración, aspecto que remite entre otras cosas a la
ponderación de principios, ponderación que
sólo puede llevarse a cabo, a través, no de una
lógica formal, sino de una teoría de la
argumentación jurídica.

Tenemos entonces por lo menos dos razones por los que la
lógica jurídica no se reduce sólo a la
lógica formal, sino que abarca también la
teoría de la argumentación
jurídica:

Una; la de resolver los casos difíciles. Y la
otra; el hecho de que la ciencia jurídica no es
neutral.

Como ha señalado Larenz en La
Metodología de la Jurisprudencia
"ya nadie puede
afirmar en serio que la aplicación de las normas
jurídicas no es sino una subsunción
lógica bajo premisas mayores formadas
abstractamente".[6]

Mientras en la lógica formal los argumentos son
entendidos como un encadenamiento de proposiciones puestas de tal
manera, que una de ellas (la conclusión) se sigue de la
restante o restantes (premisas). Para la teoría de la
argumentación en cambio los argumentos son vistos no
simplemente como una cadena de proposiciones "…sino como una
acción
que efectuamos por medio del lenguaje.
El lenguaje,
como sabemos, lo utilizamos para desarrollar funciones o usos
distintos. Mediante el lenguaje puedo informar, prescribir,
expresar emociones,
preguntar, aburrir, insultar, alabar… y puedo también
argumentar".[7] Ahora bien, "el uso argumentativo del
lenguaje significa, así lo ha señalado Atienza, que
aquí las emisiones lingüísticas no consiguen
sus propósitos directamente, sino que es necesario
producir razones adicionales. (…) Para argumentar se necesita
(…) producir razones a favor de lo que decimos, mostrar que
razones son pertinentes y por qué, rebatir otras razones
que justificarían una conclusión distinta,
etc."[8] Argumentar es entonces una actividad que
puede llegar a ser muy compleja.

Para entender las propuestas que afirman que la
lógica jurídica remite a una teoría de la
argumentación y no a una lógica formal, es
importante tener presente la distinción entre reglas y
principios jurídicos y entre casos fáciles y casos
difíciles. Con respecto a la primera distinción
tenemos que "las reglas son normas que dadas determinadas
condiciones ordenan, prohíben, permiten u otorgan un
poder de
manera definitiva".[9]

Los principios en cambio "son normas que ordenan que
algo debe hacerse en la mayor medida fáctica y
jurídicamente posible".[10]

Por otra parte, "[s]i dirigimos nuestra atención, no ya a la construcción
de teorías jurídicas, sino a la
interpretación de normas jurídicas positivas, es
fácil advertir que la asignación de significado y
alcance a tales normas por parte de la dogmática
está determinada, en última instancia, por
consideraciones de índole valorativa, por más que
ellas no sean expuestas explícitamente, sino que se
recurra a razones de consistencia con otras normas, o que se
refieren a la intención del legislador o a antecedentes
históricos que explican el precepto, o que están
relacionadas con la naturaleza de los conceptos empleados por
la norma en cuestión, o que se conectan con la
aplicabilidad de ciertos "métodos"
de interpretación, como el analógico o el "a
contrario", etc. El arsenal de argumentos de esta especie con
que los juristas dogmáticos cuentan es muy rico y
variado, pero la disponibilidad de argumentos alternativos de
esta clase para
justificar soluciones
opuestas, hace que cuando ellos se han agotado en la defensa y
ataque de cierta tesis, emerjan a la superficie las razones
axiológicas que subyacen a las diferentes posturas
interpretativas".[11]

"Cuando se percibe que los sistemas jurídicos
positivistas suelen presentar notorias indeterminaciones y que
los argumentos 'dogmáticos' en apoyo de una u otra
alternativa interpretativa no son nunca concluyentes, se
advierte claramente la índole normativa de la tarea de
reconstrucción del derecho
positivo que la dogmática desarrolla y su
dependencia de consideraciones axiológicas. Este
contraste entre, por un lado, lo que los dogmáticos
dicen que hacen y lo que efectivamente hacen, y entre, por otro
lado, los argumentos explícitamente esgrimidos en apoyo
de cierta solución y las consideraciones que
podrían justificar tal solución, determina un
modelo poco
satisfactorio de teorización
jurídica".[12]

Enseñanza de la lógica
jurídica

En cuanto a la enseñanza de la lógica
jurídica mi propuesta didáctica para esta experiencia educativa,
es partir del análisis de casos jurídicos reales, e
ir analizando, maestro y alumnos en la cotidianidad del aula,
cada uno de los argumentos que el juez presenta para sostener su
sentencia.

Por supuesto que para llevar a cabo esta actividad a
través de la cual el alumno desarrolla destrezas para la
argumentación jurídica se hace necesario que antes
de iniciar el análisis de los casos, el maestro trabaje
con sus alumnos, una serie de tópicos
teóricos-prácticos, de los cuales destaco los
siguientes:

  1. 1.     La
    definición.
  2. 2.     Los asuntos de
    ambigüedad y vaguedad del lenguaje.
  3. 3.     Una introducción a la lógica
    simbólica, que abarque el cálculo proposicional y
    cuantificacional.
  4. 4.     Una introducción a
    las falacias formales y no formales.
  5. 5.     Una introducción a
    la teoría de la argumentación jurídica y
    por supuesto, una introducción al derecho.

En particular respecto a esta recomiendo estudiar la
propuesta de Robert Alexy, la cual sostiene que la
Argumentación jurídica es un caso especial del
discurso práctico general y cuyo objetivo fundamental es
el cómo fundamentar las decisiones
jurídicas.

Como ya hemos dicho Alexy sostiene que son necesarias
las valoraciones en el derecho pero está consciente de la
complejidad de preguntas como: "¿Dónde y en
qué medida son necesarias las valoraciones?",
"¿cómo actúan estas valoraciones en los
argumentos calificados como <
< específicamente
jurídicos> > ?", "¿son racionalmente
fundamentables tales valoraciones?".

Su texto
Teoría de la argumentación jurídica
se presenta como una respuesta a estas preguntas
iusfilosóficas.

El núcleo de la teoría general del
discurso práctico desarrollado por Alexy y de la cual
forma parte el discurso jurídico contiene cuatro reglas
fundamentales que a continuación enuncio:

  1. Ningún hablante puede
    contradecirse.
  2. Todo hablante sólo puede afirmar solamente
    aquello que él mismo cree.
  3. Todo hablante que aplique un predicado F a un objeto
    a debe estar dispuesto a aplicar F también a
    cualquier otro objeto igual a a en todos los aspectos
    relevantes.
  4. Distintos hablantes no pueden emplear la misma
    expresión con distintos
    significados.[13]

Y como ha señalado Alexy estas reglas y formas
no son "…axiomas de los que se puedan deducir determinados
enunciados normativos, sino […] un grupo de
reglas y formas, con status lógico completamente
diferente, y cuya adopción
debe ser suficiente para que el resultado fundamentado en la
argumentación pueda plantear la pretensión de
corrección. Estas reglas no determinan, de ninguna
manera, el resultado de la argumentación en todos los
casos, sino que excluyen de la clase de los enunciados
normativos posibles algunos (como discursivamente imposibles),
y, por ello, imponen los opuestos a éstos (como
discursivamente necesarios)."[14]

Se establece una distinción entre racionalidad
y certeza absoluta "el cumplimiento de [ esas reglas del
discurso no implica ] […] la certeza definitiva de todo
resultado, pero sin embargo caracteriza este resultado como
racional. […] En esto consiste la idea fundamental de la
teoría del discurso práctico racional. Los
discursos
son conjuntos de
acciones
interconectadas en los que se comprueba la verdad o
corrección de las proposiciones. Los discursos en los
que se trata de la corrección de las proposiciones
normativas son discursos prácticos. El discurso
jurídico […] puede concebirse como un caso especial
del discurso práctico general que tiene lugar bajo
condiciones limitadoras como la ley, la
dogmática y el precedente."[15]

Pero las reglas "…son de enorme importancia como
explicación de la pretensión de
corrección, como criterio de la corrección de
enunciados normativos, como instrumento de crítica de fundamentaciones no
racionales, y también como precisión de un ideal
al que se aspira."[16]

En cuanto al discurso jurídico Alexy propone dos
formas y cinco reglas para la justificación interna,
respecto a la justificación externa, la cual consiste en
la fundamentación de las premisas usadas en la
justificación interna , esta contiene seis grupos de reglas
y formas que remiten a: (1)la interpretación, (2)la
argumentación dogmática, (3)el uso de los
precedentes, (4) la argumentación practica general,
(5)argumentación empírica y (6) las llamadas formas
especiales de argumentos jurídicos.

Estas reglas al igual que en el discurso práctico
no implican seguridad, pero
como señala Alexy, "[no] es la producción de
seguridad lo que constituye el carácter racional de la Jurisprudencia,
sino el cumplimiento de una serie de condiciones, criterios o
reglas…"[17]

Antes de concluir quiero justificar porque las
teorías deónticas para las normas jurídicas
y en especial las desarrolladas por Von Wright, que forman parte
de este mundo complejo llamado lógica jurídica, no
fueron tratadas aquí. La razón es simple: porque me
pareció, aunque ahora tengo el temor de haberme equivocado
que en este taller no se había tenido una video conferencia sobre
la lógica jurídica y consideré pertinente
que para tratar temáticas especializadas como la
lógica deóntica conviene primero tener una
presentación general de la lógica jurídica.
Y la misma razón doy para el hecho de que en esta
ocasión no presente los seis grupos de reglas y formas que
Robert Alexy desarrolla en su Teoría de la
argumentación jurídica.

Para trabajar esta última quizás se
requiera no sólo de esta charla sino además de otra
video conferencia que trate sobre la naturaleza de la
interpretación jurídica, algunas temáticas
de la teoría general del derecho y quizá una
explicación general acerca del objeto de estudio de la
filosofía del derecho, así como de sus respectivas
áreas: ontología jurídica,
epistemología jurídica, axiología jurídica y la propia
lógica jurídica. Y por supuesto conocer la ya
tradicional polémica entre derecho y moral.

IV.
CONCLUSIÓN

  1. La lógica jurídica esta formada tanto
    por una lógica formal como por una teoría de la
    argumentación jurídica y es erróneo
    disociar y contraponer la lógica deductiva y la
    argumentación jurídica.
  2. Al igual que Atienza estoy convencida de que el
    estudio del derecho y de la argumentación
    jurídica no es sólo una tarea socialmente
    relevante, sino que puede ser también intelectualmente
    estimulante, de manera que difundir la cultura
    jurídica y en particular la lógica
    jurídica más allá del círculo
    estricto de abogados, juristas y estudiantes de Derecho, es
    algo que merece la pena intentar.

3. "Alguien podría pensar que Toulmin
exageró un tanto las cosas cuando afirmó que la
lógica era, o debía ser, "jurisprudencia
generalizada", pero no me parece que nadie pueda poner en duda
que argumentar constituye la actividad central de los juristas y
que el Derecho suministra al menos uno de los ámbitos
más importantes para la
argumentación".[18]

El error consiste en no haber distinguido por un lado
entre explicar y justificar una decisión y por otro lado,
dentro de la justificación entre lo que hoy se suele
llamar justificación interna y justificación
externa.

En cuanto a la justificación interna cabe
señalar que toda decisión jurídica debe
contener una justificación interna, que consiste en que la
sentencia, que es la conclusión de un razonamiento, se
deduzca de las premisas que se postulan.  

"Pero ante los casos difíciles es decir cuando
el establecimiento de las premisas normativas y/o de la premisa
fáctica resulta una cuestión problemática.
En tales casos es necesario presentar argumentos adicionales
–razones- a favor de las premisas, que probablemente no
serán ya argumentos puramente deductivos, aunque eso no
quiera decir tampoco, que la deducción no juega aquí
ningún papel. A este tipo de justificación que
consiste en mostrar el carácter más o menos
fundamentados de las premisas es a lo que se suele llamar
justificación externa".[19]

 En los casos difíciles la tarea de
argumentar a favor de alguna decisión se centra
precisamente en la justificación externa. La
justificación interna sigue siendo necesaria, pero no es
ya suficiente y pasa, por así decirlo a un segundo plano
de importancia.

 BIBLIOGRAFÍA

 Alchourrón, Carlos y Bulygin, Eugenio,
Introducción a la metodología de las ciencias
jurídicas y sociales
, Editorial Astrea, Buenos Aires,
1993.

 Alexy, Robert, Teoría de la
argumentación jurídica,
Centro de Estudios
Constitucionales, España,
1989.

Atienza, Manuel, Tras la justicia, Editorial
Ariel, Barcelona, 1993.

_____________, Introducción al derecho,
Ediciones Fontamara, 2ª ed, México,
2000.

_____________, "Las razones del derecho. Sobre la
justificación de las decisiones jurídicas", en
Revista de
teoría y filosofía del derecho
Isonomía, No 1, ITAM, octubre, 1994.

Guibourg, Ricardo A, El fenómeno
normativo
, Editorial Astrea, Buenos Aires, 1987.

Klug, Ulrich, Lógica jurídica,
Editorial Temis, 4ª ed, Bogotá, 1990.

Latorre, Ángel, Introducción al
derecho
, Editorial Ariel, S. A, 8ª ed, Barcelona,
1991.

Nino, Carlos, Algunos modelos metodológicos de
ciencia jurídica
, Distribuciones Fontamara, S.A,
1993.

LAS RAZONES DEL DERECHO-SOBRE LA
JUSTIFICACIÓN DE LAS DECISIONES JUDICIALES

Manuel Atienza

1. Derecho y
argumentación

Alguien podría pensar que Toulmin exageró
un tanto las cosas cuando afirmó que la lógica era,
o debía ser, «jurisprudencia
generalizada45».
Pero no me parece que nadie pueda poner en duda que argumentar
constituye la actividad central de los juristas y que el Derecho
suministra al menos uno de los ámbitos más
importantes para la argumentación. Ahora bien,
¿qué significa argumentar jurídicamente?
¿Hasta qué punto se diferencia la
argumentación jurídica de la argumentación
ética o
de la argumentación política?
¿Cómo se justifican racionalmente las decisiones
jurídicas? ¿Cuál es el criterio de
corrección de los argumentos jurídicos?
¿Suministra el Derecho una única respuesta correcta
para cada caso? ¿Cuáles son, en definitiva, las
razones del Derecho: no la razón de ser del Derecho, sino
las razones jurídicas que sirven de justificación
para una determinada decisión?

Con el fin de sugerir algo parecido a una respuesta a
algunos de los anteriores interrogantes (en algún caso,
inevitablemente, la respuesta consistirá en abrir nuevos
interrogantes), utilizaré como hilo conductor de mi
exposición un caso jurídico reciente
y que además ha suscitado -como no podía ser de
otra forma- un enorme interés
tanto dentro como fuera del mundo del Derecho: el problema
planteado por la huelga de
hambre de los presos del GRAPO.

2. Un caso jurídico difícil: La huelga
de hambre de los GRAPO

Los hechos del caso en cuestión -y que el lector
sin duda recordará- son los siguientes. A finales de 1989,
varios presos de los Grupos Antifascistas Primero de Octubre
(GRAPO) se declararon en huelga de hambre como medida para
conseguir determinadas mejoras en su situación carcelaria;
básicamente, con ello trataban de presionar en favor de la
reunificación en un mismo centro penitenciario de los
miembros del grupo, lo que significaba modificar la
política del Gobierno de
dispersión de los presos por delito de
terrorismo.
Diversos jueces de vigilancia penitenciaria y varias Audiencias
provinciales tuvieron que pronunciarse en los meses sucesivos
acerca de si cabía o no autorizar la alimentación forzada
de dichos reclusos cuando su salud estuviera amenazada,
precisamente como consecuencia de la prolongación de la
huelga de hambre. Los órganos jurisdiccionales -al igual
que la opinión
pública y la opinión «esclarecida»
de juristas, filósofos, etc. -no llegaron a una misma
conclusión, sino a las dos, o tres, siguientes e
incompatibles entre sí.

La primera (expresada, por ejemplo, en autos del juez
de vigilancia penitenciaria de Cádiz [de 24-1-90], de la
sala primera de la Audiencia provincial de Zaragoza [de 14-2-90 y
16-2-90] o de la sala segunda de la Audiencia provincial de
Madrid) [de
15-2-90] consistió en considerar que la
Administración está autorizada a (lo que
significa también, tiene la obligación de)
alimentar a los presos por la fuerza, aun
cuando éstos se encuentren en estado de
plena consciencia y manifiesten, en consecuencia, su negativa al
respecto. La segunda solución (que se puede encontrar en
los autos de los jueces de vigilancia penitenciaria de Valladolid
[de 9-1-90], de Zaragoza [de 25-1-90], No. 1 de Madrid [de
25-1-90], o de la Audiencia provincial de Zamora [de 30-3-90] y
que parece contar también con un considerable apoyo en la
doctrina penal española46)
fue que la Administración sólo está
autorizada a tomar este tipo de medidas cuando el preso ha
perdido la consciencia. Finalmente, la tercera solución
(defendida en algunos medios de
opinión pública, pero que no ha sido suscrita por
ningún órgano jurisdiccional, aunque sí
cuente con algún respaldo en la doctrina penal)
sería la de entender que la Administración no está autorizada a
tomar tales medidas, ni siquiera en este último supuesto,
es decir, cuando el preso ha perdido la
consciencia47.

El caso se planteó también ante el
Tribunal Constitucional en dos recursos de
amparo que dieron
lugar a otras tantas sentencias del tribunal (de 27 de junio de
1990 y de 19 de julio de 1990) en las que se defiende,
precisamente, la primera de las soluciones antes
indicadas.

La argumentación del tribunal (tengo en cuenta
únicamente la primera de esas sentencias, pues la segunda
se basa exactamente en los mismos razonamientos) sigue, cabe
decir, la siguiente estrategia. En el
recurso de amparo se aducía que el auto de la sala segunda
de la Audiencia provincial de Madrid en que se declaraba
«el derecho-deber de la Administración penitenciaria
de suministrar asistencia médica… a aquellos reclusos en
huelga de hambre una vez que la vida de éstos corriera
peligro» (es decir, la primera de la solución)
suponía una vulneración de los artículos
1.1, 9.2, 10.1, 15, 16.1, 17.1, 18.1, 24.1 y 25.2 de la Constitución.

El pleno del tribunal va descartando uno a uno los
diversos motivos de impugnación y centra su
argumentación en el derecho a la integridad física y moral
garantizada por el artículo 15 de la Constitución.
La alimentación forzada de los presos constituye para el
tribunal, en efecto, una limitación de este derecho
fundamental, pero que considera justificada por la necesidad de
preservar el bien de la vida humana. Y aquí, a
propósito del conflicto que
surge entre el valor de la vida y el valor de la autonomía
personal, el
tribunal justifica su opción en favor del primero de ellos
-en favor de la vida- basándose, esencialmente, en los
tres argumentos siguientes.

El primero es que el derecho a la vida tiene un
contenido de protección positiva que impide configurarlo
como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia
muerte. La
persona
«puede fácticamente disponer sobre su propia
muerte… la privación de la vida propia o la
aceptación de la propia muerte es un acto que la ley no
prohíbe», pero no constituye un «derecho
subjetivo». En consecuencia, «no es posible admitir
que la Constitución garantice en su artículo 15 el
derecho a la propia muerte», y por tanto, «carece de
apoyo constitucional la pretensión de que la asistencia
médica coactiva es contraria a ese derecho
constitucionalmente inexistente» [fundamento
jurídico 7].

El segundo argumento es que los presos no usan de la
libertad reconocida en el artículo 15 «para
conseguir fines lícitos», sino «objetivos no
amparados por la ley»: «la negativa a recibir
asistencia médica sitúa al Estado, en forma
arbitraria, ante el injusto de modificar una decisión, que
es legítima mientras no sea judicialmente anulada, o
contemplar pasivamente la muerte de
personas que están bajo su custodia y cuya vida
está legalmente obligado a preservar y proteger»
[fundamento jurídico 7].

Y el tercer argumento -que es también al que
más relevancia concede el tribunal- es que la
«relación especial de sujeción «en que
se encuentran los reclusos en relación con la
Administración penitenciaria permite «en
determinadas situaciones, imponer limitaciones a los derechos fundamentales de
internos que se colocan en peligro de muerte a consecuencia de
una huelga de hambre reivindicativa, que podrían resultar
contrarias a esos derechos si se tratara de ciudadanos libres o
incluso de internos que se encuentren en situaciones
distintas» [fundamento jurídico 6]. La
Administración, en virtud de esta situación de
sujeción especial, «viene obligada a velar por la
vida y la salud de los internos sometidos a su custodia; deber
que le viene impuesto por el
art. 3.4 de la L. O. G. P., que es la ley a la que se remite el
art. 25.2 de la Constitución como la habilitada para
establecer limitaciones a los derechos fundamentales de los
reclusos, y que tiene por finalidad, en el caso debatido,
proteger bienes
constitucionalmente consagrados, como son la vida y la salud de
las personas» [fundamento jurídico 8].

3. La teoría de la
argumentación jurídica

La teoría de la argumentación
jurídica -como cualquiera puede supo tiene como objeto de
reflexión las argumentaciones que se producen en contextos
jurídicos. En el Derecho existen básicamente tres
contextos de argumentación: el de la producción o
establecimiento de normas jurídicas; el de la
aplicación de normas jurídicas a la
resolución de casos; y el de la denominada
«dogmática jurídica».

Sin embargo, las teorías de la
argumentación jurídica que se han venido
desarrollando en los últimos años (desde los
estudios pioneros de los años 50 de Viehweg48,
Perelman49 y
Toulmin50,
hasta las recientes construcciones de MacCormick51 y
Alexy52) no
se han ocupado prácticamente del primero de estos
contextos, seguramente por considerar que se trata de una
argumentación más política que
jurídica; se han centrado en el segundo, el de la
argumentación que se lleva a cabo en la resolución
de casos jurídicos; y han prestado alguna atención
al tercero, el de la dogmática jurídica, en la
medida en que la argumentación dogmática no difiere
esencialmente de la que efectúa un órgano
jurisdiccional.

Simplificando un tanto las cosas, podría decirse
que mientras que los órganos aplicadores tienen que
resolver casos individuales (por ejemplo, si se les debe
alimentar o no por la fuerza a los presos del GRAPO en huelga de
hambre), el dogmático del Derecho se plantea más
bien casos genéricos (por ejem, el problema de determinar
cuáles son los límites
entre el derecho a la vida y el derecho a la libertad personal y
cuál de los dos derechos debe prevalecer en caso de
conflicto). Pero, como hemos visto, la solución dada a
esta última cuestión juega un papel muy importante
-por no decir, determinante- en la resolución de la
primera. O, dicho de otra manera, la dogmática
jurídica es una actividad compleja que desarrolla diversas
funciones: una de ellas es la de suministrar criterios
-argumentos- para la aplicación del Derecho en las
diversas instancias en que esto tiene lugar, y la de ordenar y
sistematizar los diferentes sectores del ordenamiento
jurídico.

Así pues, tanto la labor de los órganos
jurisdiccionales y, en general, aplicadores del Derecho, como la
de los dogmáticos, puede decirse que consiste en producir
argumentos para la resolución de casos, bien sean
individuales o genéricos, reales o ficticios. ¿Pero
qué significa más exactamente
argumentar?

Qué significa
argumentar

Desde el punto de vista de la lógica, un
argumento es un encadenamiento de proposiciones, puestas de tal
manera que de unas de ellas (las premisas) se sigue(n) otra(s)
(la conclusión). El ejemplo tradicional y bien conocido es
el silogismo que tiene a Sócrates
como protagonista: Todos los hombres son mortales;
Sócrates es un hombre; luego,
Sócrates es mortal. Quien acepta la verdad de las primeras
proposiciones (la mortalidad de los hombres y la humanidad de
Sócrates) viene obligado a aceptar también la
última, la conclusión de que Sócrates es
mortal.

También a propósito de la sentencia sobre
los GRAPO podríamos decir que el tribunal en algún
momento efectúa -explícita o, cuando menos,
implícitamente- una inferencia de este tipo. Lo que el
Tribunal Constitucional establece en dicha sentencia
podríamos ponerlo, en efecto, en forma silogística
o deductiva: [La Administración tiene la obligación
de velar por la vida de los presos, incluso cuando estos,
voluntariamente, la ponen en peligro; con su huelga de hambre,
los presos del GRAPO están poniendo en peligro sus vidas;
por lo tanto, la Administración tiene la obligación
de velar por la vida de estos presos].

Alguien podría decir que esa no es aún la
conclusión a que llega el tribunal, pero una
objeción semejante puede ser fácilmente contestada
mediante otro silogismo u otra deducción: la
obligación de la Administración de velar por la
vida de los presos implica que cuando su salud corra grave
riesgo como
consecuencia de una huelga de hambre, debe alimentarles por la
fuerza; la huelga de hambre de los presos del GRAPO les
sitúa, en efecto, en una situación de riesgo grave
para su salud; por lo tanto, la Administración debe
alimentarles por la fuerza.

En estos dos últimos ejemplos -y dejadas al
margen algunas cuestiones técnicas que no hacen
aquí al caso- diríamos que la situación es
la misma que en el silogismo a propósito de
Sócrates. Las proposiciones son quizás más
complejas, las conclusiones seguramente más interesantes
(la mortalidad de Sócrates, al parecer, ni siquiera le
importó demasiado a él mismo, quizás porque
él fuera uno de los inventores de la teoría de la
inmortalidad del alma; por el
contrario, si se les debe o no alimentar por la fuerza a los
presos del GRAPO es una cuestión discutida y discutible),
pero respecto de los tres ejemplos podríamos decir lo
mismo; si uno acepta las premisas, entonces parece que
necesariamente debe aceptar también la
conclusión.

Ahora bien, esto podríamos presentarlo
también de otra forma. Podríamos decir que lo que
justifica que afirmemos que Sócrates es mortal o que la
Administración debe alimentar por la fuerza a los presos
del GRAPO son las premisas respectivas de estos razonamientos.
Las premisas son razones que sirven de
justificación a la conclusión. Un argumento
podríamos verlo entonces no simplemente como una cadena de
proposiciones, sino como una acción que efectuamos por
medio del lenguaje.

El lenguaje, como sabemos, lo utilizamos para
desarrollar funciones o usos distintos. Mediante el lenguaje
puedo informar, prescribir, expresar emociones, preguntar,
aburrir, insultar, alabar… y puedo también argumentar.
El uso argumentativo del lenguaje significa que aquí las
emisiones lingüísticas no consiguen sus
propósitos directamente, sino que es necesario producir
razones adicionales. Para conseguir insultar a alguien basta
incluso con pronunciar una sola palabra. Pero no se argumenta
simplemente con decir que Sócrates es mortal o que los
presos del GRAPO deben ser alimentados por la fuerza. Para
argumentar se necesita además producir razones en favor de
lo que decimos, mostrar qué razones son pertinentes y por
qué, rebatir otras razones que justificarían una
conclusión distinta, etc. En definitiva, argumentar es una
actividad que puede llegar a ser muy compleja. Piénsese,
por ejemplo, a propósito del caso de los GRAPO, en la
cantidad de razones en una u otra dirección que pueden encontrarse en las
resoluciones de los diversos órganos jurisdiccionales, del
ministerio fiscal, de los
abogados, etc. Tales razones, en parte se solapan y en parte no;
algunas nos parecen sumamente fuertes, otras equivocadas y otras
quizás discutibles; unos argumentos son centrales con
respecto al problema discutido, otros periféricos y otros sencillamente
ornamentales; etc. Y algo parecido cabe decir en relación
con el resultado que normalmente se persigue en las
argumentaciones jurídicas: justificar determinadas
decisiones. ¿Cómo es entonces posible que una tarea
tan compleja como la de llegar a una decisión en un caso
particularmente difícil como el de los GRAPO se resuelva
simplemente con un silogismo, o con un par de ellos? ¿Es
eso todo lo que queremos decir cuando hablamos de justificar o de
argumentar en favor de una decisión? ¿Es, en
definitiva, el método de
la lógica -el método deductivo- el que debe seguir
el jurista teórico o práctico para la
resolución de los problemas
jurídicos?

El papel de la lógica en la
argumentación jurídica

Me parece que la mayor parte de los juristas -y no
sólo de los juristas españoles- responderían
negativamente a esta última cuestión. Unos
traerían aquí probablemente a colación la
famosa frase del juez Holmes de que «la vida del Derecho no
ha sido lógica, sino experiencia53»,
o la crítica, en general, de los realistas americanos a la
teoría del silogismo judicial. El juez -escribió,
por ejemplo, Frank54– no
parte de alguna regla o principio como su premisa mayor, toma
luego los hechos del caso como premisa menor y llega a su
resolución mediante un puro proceso de razonamiento. El
juez -o los jurados- toman sus decisiones de forma irracional -o,
por lo menos, arracional- y posteriormente las someten a un
proceso de racionalización. La decisión, por tanto,
no se basa en la lógica, sino en los impulsos del juez
determinados por factores políticos, económicos y
sociales, y, sobre todo, por su propia idiosincrasia.

Otros recordarán probablemente a Viehweg y, con
él, dirían que el método de la
jurisprudencia no ha de ser -e históricamente no ha sido-
el axiomático o deductivo de la lógica, sino el
estilo -más bien que método- de la tópica.
Que la clave del razonamiento jurídico no se encuentra en
el paso de las premisas a la conclusión, sino en el
establecimiento de las premisas. La tópica, en definitiva
-nos dice Viehweg siguiendo una famosa distinción
ciceroniana de origen estoico- no es un ars iudicandi,
sino un ars inveniendi.

Este punto de vista crítico en relación
con el papel que juega la lógica en el razonamiento
jurídico apunta a algo que es cierto -la insuficiencia de
la lógica para dar cuenta de todos los aspectos de la
argumentación jurídica- pero es esencialmente
erróneo en la medida en que pretende disociar y
contraponer la lógica -la lógica deductiva- y la
argumentación jurídica. El error consiste en no
haber distinguido, por un lado, entre explicar y justificar una
decisión y, por otro lado, dentro de la
justificación, entre lo que hoy se suele llamar
justificación interna y justificación
externa
55.

Explicar y justificar decisiones:
contexto de descubrimiento y contexto de
justificación

Para aclarar el primer par de conceptos, puede echarse
mano de una distinción que procede de la filosofía
de la ciencia, entre el contexto de descubrimiento y el contexto
de justificación de las teorías científicas.
Así, por un lado está la actividad consistente en
descubrir o enunciar una teoría y que, según
opinión generalizada, no es susceptible de un
análisis de tipo lógico; lo único que cabe
aquí es mostrar cómo se genera y desarrolla el
conocimiento
científico, lo que constituye una tarea que compete al
sociólogo y al historiador de la ciencia. Pero, por otro
lado, está el procedimiento consistente en justificar o
validar la teoría, esto es, en confrontarla con los hechos
a fin de mostrar su validez; esta última tarea requiere un
análisis de tipo lógico (aunque no sólo
lógico) y está regida por las reglas del método
científico (que, por tanto, no son de
aplicación en el contexto de descubrimiento).

Pues bien, esta distinción se puede trasladar al
campo de la argumentación en general, y al de la
argumentación jurídica en particular. Así,
una cosa es el procedimiento mediante el que se llega a
establecer una determinada premisa o conclusión, y otra
cosa el procedimiento consistente en justificar dicha premisa o
conclusión. Si pensamos en el argumento que concluye
afirmando que «a los presos del GRAPO se les debe alimentar
por la fuerza», la distinción la podemos trazar
entre los móviles psicológicos, el contexto social,
las circunstancias ideológicas, etc., que llevaron a un
determinado juez o tribunal a dictar esa resolución, y las
razones que el órgano en cuestión ha dado para
mostrar que su decisión es correcta o aceptable, esto es,
que está justificada. Decir que el juez tomó esa
decisión debido a sus fuertes creencias religiosas o a su
identificación con la política penitenciaria del
Gobierno significa enunciar una razón explicativa; decir
que la decisión del juez se basó en una determinada
nada interpretación del artículo 15 de la
Constitución significa enunciar una razón
justificativa. Los órganos jurisdiccionales o
administrativos no tienen -al menos, por lo general- que explicar
sus decisiones, sino que justificarlas.

Y si se tiene en cuenta esta distinción, es muy
fácil ver cuál es el error en que incurren los
realistas americanos y, en general, quienes sostienen que el
proceso de toma de decisión de los órganos
jurídicos no se efectúa de hecho según un
modelo lógico. El error consiste, precisamente, en haber
confundido el contexto de descubrimiento y el contexto de
justificación.

Es muy posible que, de hecho, las decisiones se tomen
precisamente como ellos sugieren, esto es, que el proceso mental
del juez vaya de la conclusión a las premisas y no al
revés, e incluso cabe pensar que la decisión (al
menos, en algunos casos) es, sobre todo, fruto de prejuicios;
pero ello no anula la necesidad de justificar la decisión,
ni convierte tampoco a esta tarea en algo imposible.

En otro caso, habría que negar también que
se pueda dar el paso de las intuiciones a las teorías
científicas, o que, por ejemplo, científicos que
ocultan ciertos datos que se
compadecen mal con sus teorías estén por ello
privándolas de sentido.

Justificación interna y
justificación externa

La otra distinción, a la que antes me
refería, tiene lugar dentro del contexto de
justificación y consiste en lo siguiente. Una vez que un
juez o un tribunal ha llegado a establecer, por un lado, la
premisa normativa: por ejemplo, la obligación de la
Administración de velar por la vida de los presos implica
que cuando la salud de éstos corra graves riesgos como
consecuencia de una huelga de hambre, debe alimentarles por la
fuerza; y, por otro lado, la premisa fáctica: la huelga de
hambre de los presos del GRAPO les sitúa, en efecto, en
una situación de riesgo grave para su salud; la
justificación de la conclusión: a los presos del
GRAPO se les debe alimentar por la fuerza, es sólo una
cuestión de lógica. Justificar aquí
significa que la inferencia en cuestión, esto es, el paso
de las premisas a la conclusión es lógicamente
-deductivamente- válido: quien acepte las premisas debe
aceptar también la conclusión; o, dicho de otra
manera, para quien acepte las premisas, la conclusión en
cuestión está justificada. A este tipo de
justificación, de la que obviamente no puede carecer
ninguna decisión jurídica, se le suele llamar
justificación interna.

Ahora bien, este tipo de justificación
sólo es suficiente cuando ni la norma o normas aplicables
ni la comprobación de los hechos suscitan dudas
razonables. Dicho de otra manera, la lógica deductiva
resulta necesaria y suficiente como mecanismo de
justificación para los casos jurídicos
fáciles o rutinarios. Pero, naturalmente, en la vida
jurídica no se dan únicamente este tipo de
supuestos, sino que, con cierta frecuencia, surgen también
casos difíciles (que es de los que se ocupa especialmente
la teoría de la argumentación jurídica),
esto es, supuestos en que el establecimiento de la premisa
normativa y/o de la premisa fáctica resulta una
cuestión problemática. En tales casos, es necesario
presentar argumentos adicionales -razones- en favor de las
premisas, que probablemente no serán ya argumentos
puramente deductivos, aunque eso no quiera decir tampoco que la
deducción no juegue aquí ningún
papel.

A este tipo de justificación que consiste en
mostrar el carácter más o menos fundamentado de las
premisas es a lo que se suele llamar justificación
externa
. En relación con la sentencia del Tribunal
Constitucional sobre el caso de los GRAPO, la
consideración del derecho a la vida como un derecho no
disponible, la caracterización de la situación del
preso como de sujeción especial con respecto a la
Administración penitenciaria y la calificación de
la huelga de hambre como actividad que persigue fines
ilícitos son los argumentos que, de acuerdo con la
opinión del tribunal, (o, más exactamente, de la
mayoría de sus miembros), fundamentan una determinada
interpretación de la Constitución y de la Ley
Orgánica General Penitenciaria que funciona como premisa
normativa del esquema de justificación interna. Esos
argumentos constituyen básicamente -y suponiendo que mi
reconstrucción de la argumentación del tribunal
constitucional sea correcta- la justificación externa de
su decisión. Por supuesto, en los casos difíciles
la tarea de argumentar en favor de una decisión se centra
precisamente en la justificación externa. La
justificación interna sigue siendo necesaria, pero no es
ya suficiente y pasa, por así decirlo, a un segundo plano
de importancia.

4. Cómo se argumenta frente a
un caso difícil

El proceso de argumentación jurídica
frente a un caso difícil podría quizás
reconducirse al siguiente esquema.

En primer lugar, hay que identificar cuál es el
problema a resolver, esto es, en qué sentido nos
encontramos frente a un caso difícil. En general,
cabría decir que existen cuatro tipos de problemas
jurídicos56: 1)
problemas de relevancia, cuando existen dudas sobre cuál
sea la norma aplicable al caso; por ejemplo: ¿son
aplicables, en relación con el recurso de amparo que
resuelve el Tribunal Constitucional, diversas normas
internacionales que supuestamente habría vulnerado el auto
recurrido? [cfr. fundamento jurídico 3];

2) problemas de interpretación, cuando existen
dudas sobre cómo ha de entenderse la norma o normas
aplicables al caso; por ejemplo: ¿cómo debe
interpretarse el art. 15 de la Constitución y, en
particular, qué significa ahí derecho a la
vida?;

3) problemas de prueba, cuando existen dudas sobre si un
determinado hecho ha tenido lugar; por ejemplo: ¿fue
realmente voluntaria la decisión de los presos del GRAPO
al declararse en huelga de hambre?;

4) problemas de clasificación, cuando existen
dudas sobre si un determinado hecho que no se discute cae o no
bajo el campo de aplicación de un determinado concepto
contenido en el supuesto de hecho de la norma; por ejemplo:
¿puede clasificarse la alimentación forzada de los
presos del GRAPO como un caso de «tortura» o
«trato inhumano o degradante», según el
sentido que tienen estos términos en el art. 15 de la
Constitución? [cfr. fundamento jurídico
9].

En segundo lugar, una vez determinado, por ejemplo, que
se trata de un problema de interpretación, habría
que ver si el mismo surge por una insuficiencia de información (esto es, la norma aplicable al
caso es una norma particular que, en principio, no cubre el caso
sometido a discusión) o por un exceso de
información (la norma aplicable puede entenderse de varias
maneras que resultan incompatibles entre sí).

En tercer lugar, hay que construir hipótesis de solución para el
problema, esto es, hay que construir nuevas premisas. Si se trata
de un problema interpretativo por insuficiencia de
información, la nueva premisa será una
interpretación de la norma suficientemente amplia como
para abarcar el caso en cuestión. Si se trata de un
problema interpreta por exceso de información,
habrá que optar por una de entre las diversas
interpretaciones posibles de la norma en cuestión,
descartando todas las demás.

En cuarto lugar, hay que justificar las hipótesis
formuladas, esto es, hay que presentar argumentos en favor de la
interpretación propuesta. Si se trataba de un problema de
insuficiencia de información, la argumentación
podríamos llamarla -en sentido amplio- analógica
(incluyendo aquí tanto los argumentos a pari o a
simili
como los argumentos a contrario y a
fortiori
). Si se trataba de un problema de exceso de
información, la argumentación tendrá lugar
según el esquema de la reductio ad absurdum: se
trataría de mostrar, por ejemplo, que determinadas
interpretaciones no son posibles porque llevarían a
consecuencias -entendido este último término en un
sentido muy amplio- inaceptables.

En quinto y último lugar, hay que pasar de la
nueva o nuevas premisas a la conclusión. Esto es, hay que
justificar internamente, deductivamente, la
conclusión.

5. Criterios de corrección de
los argumentos jurídicos

Ahora bien, según lo que hemos visto hasta
aquí, la teoría de la argumentación
jurídica (que he tratado de presentar, naturalmente, en
forma muy esquemática) cumpliría una función de
reconstrucción racional. Suministra un entramado
conceptual, un modelo que, convenientemente desarrollado,
debería permitirnos analizar con una cierta profundidad -y
supuesto que el modelo se considere aceptable- los procesos de
argumentación jurídica -de justificación de
las decisiones- que tienen lugar de hecho. Sin embargo, parece
también que una teoría de la argumentación
jurídica no debe perseguir únicamente una finalidad
de tipo analítico o descriptivo, sino que debe cumplir
también -al menos, hasta cierto punto- una función
prescriptiva. No debe mostrar únicamente cómo
argumentan de hecho los juristas, sino también cómo
deben argumentar. El problema no es sólo el de aclarar que
es un argumento o en qué consiste la actividad de
argumentar, sino también cuándo un argumento (un
argumento jurídico) es correcto o es más correcto
que otro.

Por lo pronto, si comparamos la argumentación
jurídica con la argumentación que tiene lugar, por
ejemplo, en la ciencia o en la filosofía, nos tropezamos
inmediatamente con una peculiaridad de la argumentación
jurídica que no siempre ha sido bien comprendida. Mientras
que en la ciencia y en la filosofía -sobre todo, en la
filosofía- las discusiones pueden proseguir
indefinidamente, esto es, el proceso de argumentación es
un proceso abierto, en el sentido de que no hay ninguna autoridad que
tenga la última palabra, en el Derecho la
argumentación está, en diversos sentidos, limitada
y, en particular, existen instituciones
-los órganos de última instancia- que ponen punto y
final a la discusión. El que las cosas sean así se
debe, naturalmente, a que las instituciones jurídicas -a
diferencia de las científicas o filosóficas- no
tiene como su función central la de aumentar nuestro
conocimiento
del mundo, sino la de resolver, mejor o peor, conflictos
sociales; no persiguen básicamente una finalidad
cognoscitiva, sino práctica.

Para lograr esto, se establecen órganos -por
ejemplo, el Tribunal Constitucional en nuestro país- que
toman decisiones que, efectivamente, hemos de considerar como
definitivas (al menos, en relación con un determinado
caso). Pero que una decisión sea, en este sentido,
definitiva, no quiere decir que sea infalible; ni siquiera que
sea correcta. La sentencia del Tribunal Constitucional a
propósito de la huelga de hambre de los GRAPO constituye,
en mi opinión, un buen ejemplo de decisión
última o definitiva, pero equivocada. ¿Y qué
quiere decir esto?

No quiere decir, desde luego, que el tribunal haya
cometido un error de tipo lógico, un error -podemos ahora
decir con más exactitud- en la justificación
interna de su decisión. Si se aceptan las premisas de las
que parte el tribunal, entonces su decisión está
justificada. Lo que ocurre es que esas premisas no parecen estar
-o, al menos, así me lo parece a mí- bien
fundamentadas. Lo que falla en la sentencia, en definitiva, es su
justificación externa y, más exactamente, la
fundamentación de la premisa normativa que establece la
obligación de la Administración de velar por la
vida de los presos, incluso cuando éstos, voluntariamente,
la ponen en peligro. Como se recordará, el tribunal
justificaba esta interpretación mediante tres argumentos:
la no disponibilidad del derecho a la vida; la
calificación de la huelga de hambre como actividad que
persigue «objetivos no amparados por la ley»; y la
caracterización de la situación del preso como de
sujeción especial con respecto a la Administración
penitenciaria.

Ninguno de los tres argumentos me parece, sin embargo,
que sea sólido.

Por lo que se refiere a la forma de entender el derecho
a la vida -y aunque ésta sea una cuestión de enorme
complejidad y que aquí sólo es posible rozar-, lo
menos que puede decirse es que cabe otra interpretación
distinta a la que hace el Tribunal Constitucional que,
además, comete, en mi opinión, un cierto error
conceptual que consiste en lo siguiente.

El Tribunal Constitucional tiene razón al pensar
que el derecho a la vida tiene un contenido de protección
positiva y que, en ese sentido, no puede asimilarse a un derecho
de libertad en el sentido clásico de una libertad
negativa.

En relación con el derecho a la vida, el Estado no
puede limitarse a no poner en riesgo nuestras vidas (como ocurre,
por ejemplo, con la libertad de
expresión o con la libertad de propiedad,
donde el Estado asume únicamente una posición de no
intervención y de garantía frente a intromisiones
de terceros), sino que además tiene deberes positivos, es
decir, debe poner los medios para garantizarnos la vida
(hospitales, asistencia médica adecuada, etc.). Pero eso
no significa necesariamente que el derecho a la vida no sea
disponible en el sentido en que no es disponible, por ejemplo, el
derecho a la educación (el
niño -o sus padres- no tienen libertad para decidir si
aquél debe recibir o no educación). El
derecho a la vida es, en mi opinión, un derecho de libre
disposición en el sentido de que -a diferencia de lo que
pasa, por ejemplo, con el derecho a la educación- se tiene
derecho a vivir o a morir. Pero, naturalmente, de la vida no se
puede disponer como se dispone de la propiedad, porque el derecho
a la vida no puede configurarse como una libertad
negativa.

El propietario puede transmitir a otro su derecho sobre
un determinado objeto, pero yo no puedo transmitir a otro mi
derecho a vivir o a morir. En esto, el derecho a la vida se
asemeja al derecho de voto o el derecho a elegir una determinada
religión.
Yo no puedo vender mi voto o hacer -válidamente- un
contrato
renunciando en el futuro a adherirme a un determinado credo
religioso, pero sin embargo, soy libre de votar o de no votar
(tal y como está configurado este derecho en nuestro
ordenamiento) o de adherirme o no a una religión. En
definitiva, el Tribunal Constitucional estaría olvidando
que entre una libertad negativa y lo que suele llamarse un
«derecho-deber», existen categorías
intermedias donde cabría muy razonablemente incluir el
derecho a la vida.

El segundo argumento del tribunal, el de que conduzca la
huelga de hambre los presos del GRAPO pretenden perseguir fines
no lícitos, hace pensar que los magistrados del Tribunal
Constitucional (o la mayoría de ellos) tienen una
concepción de lo que significa poseer un derecho
fundamental que sería más bien de temer si
decidieran ser coherentes con ella. Pues tener un derecho
fundamental parece que tiene que significar que, al menos en
principio, ninguna directriz política ni objetivo social
colectivo puede prevalecer frente a él57. El
que el ejercicio de un derecho implique un obstáculo para
llevar a cabo una determinada política gubernamental o
que, incluso, sitúe al Gobierno ante un auténtico
dilema no puede ser, por sí misma, una razón
válida para limitar dicho derecho. En otro caso,
habría que limitar también, y por las mismas
razones, la libertad de expresión, de
manifestación, etc., cuando con ellas se persigan
«fines ilícitos».

En relación con el tercer argumento, la
interpretación que en él se hace de la
relación de sujeción especial parece verdaderamente
insostenible. El internado en centro penitenciario goza -o ha de
gozar- de los mismos derechos fundamentales que el ciudadano
libre, en la medida en que éstos sean compatibles con el
cumplimiento de la pena. Como argumenta en su voto particular uno
de los magistrados discrepantes: «la obligación de
la Administración penitenciaria de velar por la vida y la
salud de los internos no puede ser entendida como justificativa
del establecimiento de un límite adicional a los derechos
fundamentales del penado, el cual, en relación a su vida y
salud como enfermo, goza de los mismos derechos y libertad es que
cualquier otro ciudadano, y por ello ha de reconocérsele
el mismo grado de voluntariedad en relación con la
asistencia médica y sanitaria».

La conclusión que cabe extraer de estos tres
argumentos -o contraargumentos es que la respuesta correcta al
problema que plantea la huelga de hambre de los GRAPO no es la
contenida en la sentencia del Tribunal Constitucional. En mi
opinión, tampoco lo sería la otra, la defendida por
la juez de vigilancia de Madrid, según la cual sólo
podía alimentarse a los presos una vez que éstos
hubieran perdido la consciencia. Sino la tercera, la que sostiene
que ni siquiera en este último supuesto se les pueda
alimentar por la fuerza.

6. Razones jurídicas y
razón práctica

Pero ahora, la situación es ésta. Frente a
un mismo problema tenemos más de una respuesta que
pretende ser correcta. No cabe dudar de que los magistrados del
Tribunal Constitucional no sólo son juristas competentes,
sino que, además, han realizado un esfuerzo serio y
sincero para alcanzar lo que ellos estiman la mejor
solución del caso. Y tampoco hay por qué dudar de
que quienes han defendido las otras soluciones están
adornados también de las mismas virtudes. Pero entonces,
¿cuál es la correcta o la más correcta de
las tres posibles soluciones? ¿Y por
qué?

Quizás la única forma de contestar a esta
pregunta sea recurriendo a una instancia que consideremos de
alguna forma superior a la de los jueces y tribunales en
cuestión. Por ejemplo, cabría apelar a la
opinión pública o, quizás mejor, a la
opinión de la comunidad
jurídica, como quiera que haya de entenderse ésta.
Sin embargo, en casos como el de los GRAPO -en general, frente a
los casos difíciles-, la comunidad jurídica
está profundamente dividida y, aunque no fuera así,
nunca podríamos estar completamente seguros de que la
opinión mayoritaria, o incluso unánime, de quienes
integran la comunidad jurídica se haya formado de manera
plenamente racional. En definitiva, al final tenemos que recurrir
no a una instancia real, sino a una instancia ideal, como el
espectador imparcial de Adam Smith58, el
juez Hércules de Dworkin59, el
auditorio universal de Perelman60, o
la comunidad ideal de diálogo de
Habermas61.
Eso quiere decir que la respuesta cor recta sería aquella
a la que llegaría un ser racional, o el conjunto de todos
los seres racionales, o los seres humanos si respetasen las
reglas del discurso racional.

Si ahora siguiéramos cuestionándonos sobre
qué cabe entender aquí por racionalidad, por
racionalidad práctica, nos encontraríamos con
respuestas que difieren en diversos extremos entre sí,
aunque todas ellas parecen apuntar a requisitos coincidentes en
lo esencial. Así, muchos juristas estarían de
acuerdo en aceptar que las exigencias que plantea la racionalidad
práctica en la toma de
decisiones jurídicas podrían reducirse al
respecto de los siguientes principios62: el
principio de universalidad o de justicia
formal que establece que los casos iguales han de tratarse de la
misma manera; el principio de consistencia, según el cual
las decisiones han de basarse en premisas normativas y
fácticas que no entren en contradicción con normas
válidamente establecidas o con la información
fáctica disponible; y el principio de coherencia,
según el cual las normas deben poder subsumirse bajo
principios generales o valores que
resulten aceptables, en el sentido de que configuren una forma de
vida satisfactoria (coherencia normativa), mientras que los
hechos no comprobados mediante prueba directa deben resultar
compatibles con los otros hechos aceptados como probados, y deben
poder explicarse de acuerdo con los principios y leyes que rigen
en el mundo fenoménico (coherencia narrativa).

Tales requisitos ponen sin duda límites a la hora
de tomar una decisión racional, pero esos límites
parecen ser todavía insuficientes, en el sentido de que su
cumplimiento no determina necesariamente una única
respuesta63.
Bien pudiera ser que las argumentaciones en estos principios no
posibilitan al decisor a discutir acerca del valor de sus propios
puntos de partida ni a seleccionar en el espacio de respuestas
coherentes con el sistema de normas aquella más valiosa
desde el punto de vista de la ética colectiva.

El proceso de construcción de la decisión
es inseparable del de justificación de la misma, y esto es
una cuestión fundamental de la argumentación
jurídica, lo que nos llevaría a desarrollar una
Teoría de la Argumentación
Jurídica.

Dra. Ana Lilia Ulloa Cuellar

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